Cuando empecé a planear la ruta por África, una amiga me dijo que el Delta del Okavango era imperdible. Hasta ese momento, desconocía donde quedaba exactamente Botsuana, si se escribía con u o con w, cómo se pronunciaba y, por supuesto, no tenía ni idea de lo que se podía hacer allí. Pero ese comentario de diciembre, en la vereda de un bar montevideano, había hecho que agregara un nuevo “imperdible” a la lista siempre creciente de lugares hacia donde volar.

Después de algunas horas de búsqueda en internet, fotos y relatos de otros viajeros, todos los caminos me llevaban a Roma, digo, al delta, a la sabana, al encuentro con elefantes, a la carpa verde que se armonizaba con la vegetación, a la aventura, así, literal.

Fuimos hasta Maun y desde allí a una pequeña villa ribereña, de donde salían los mokoros, pequeñas embarcaciones en las que se navegaba por los estrechos afluentes del grandioso río. El ritmo lo daba el impulso que hombres y mujeres ponían en las pértigas, y con más o menos fuerza, sumergían en el Okavango.

Hora y media después, estábamos en el campamento. Bueno, campamento es una forma de decir. Estábamos en una isla, en el medio de la sabana africana, donde había lugar para armar las carpas, como dije y repito -aún en el mismo párrafo- en el medio de la sabana africana.

El guía del grupo durante esos días fue Lee, botsuanés, hijo de pescadores y el mayor de 10 hermanos. Casado con Avi, tienen un hijo de 3 años y viven de la providencia del río. Trabaja cuando éste deja, tres meses al año. Hablaba alto y siempre sabía dónde andaba cada uno de nosotros. Bailó, cantó. Se divertía corrigiendo mi inglés y me propuso casamiento, en español!

Después de identificar los dos pozos que oficiarían de baño y darnos las indicaciones básicas para sobrevivir los próximos tres días, nos llevó a ver los elefantes. Allí estaban ellos. Inmensos. Libres. Victoriosos. Allí estábamos nosotros. Minúsculos. Radiantes. Temerosos.

Vimos los cocodrilos e hipopótamos mientras se ocultaba el sol, y las jirafas, cebras y mil pájaros, al amanecer. Lee conoce la sabana en detalle, y los brazos del delta como los suyos, lo que hacía cada segundo, extremadamente emocionante. Mientras caminábamos uno atrás del otro, en silencio y con todos los sentidos en alerta, nos dio algunas instrucciones. En caso de peligro: subir a los árboles, correr en zigzag y no entrar en pánico antes que él. Peligro, noción de la que vengo prescindiendo hace tiempo y que terminaría de perder en Namibia, quince días después, pero eso es historia para otro cuento.

El tiempo pasaba lento y era nuestro. Mañanas de caminatas. Tardes de río, de nado y de pesca. Noches de charla, historias de vida, de fogón, de canciones. De juegos que no entendí y abandoné enseguida, buscando en el silencio, un refugio. Silencio para asimilar esa alegria que, parafraseando a Chimamanda, “se volvía inquieta, agitando las alas, como pensamiento que busca una chance para salir volando”. Chances para seguir estando, mientras se sigue buscando.

Info que puede ser útil:

  • El paquete que compré fue de 3 días, 2 noches. Se puede adquirir en Maun o en cualquier campamento u hostel de la zona, o inclusive, en las inmediaciones del Parque Nacional Chobe, otro imperdible. Incluye guía, traslado, paseos en la isla y las actividades que mencioné, comida, carpa, ruido de elefantes destruyendo la maleza para alimentarse y experiencias únicas. Hay opciones de 1 día o de 2. Yo volvería a hacer el de 3.
  • En setiembre de 2016 costaba aproximadamente 200 dólares. A eso, agrégale la propina. Es importante para los guías y si te toca un Lee, o sus hermanos o sus amigos, no te va a costar nada dejarle lo que te quede de efectivo en la billetera.
  • Llevar por lo menos 2 litros de agua para cada día. Ya les dije que se acampa en el medio de la sabana? 😉

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